Comentario
Capítulo LXXXII
Que el General Martín Hurtado de Arbieto entró en Vilcabamba y envió detrás de Quispi Tito y lo prendieron
Otro día de mañana, que fue día del Señor S. Joan Baptista veinte y cuatro de junio de mil y quinientos y setenta y dos, el general Martín de Arbieto mandó poner en ordenanza toda la gente del campo, por sus compañías, con sus capitanes y los indios amigos, lo mismo con sus generales don Francisco Chilche y don Francisco Cayantopa y los demás capitanes con sus banderas y en ordenanza se marchó llevando el artillería, y caminando entraron a las diez del día en el pueblo de Vilca Bamba, todos a pie, que es tierra asperísima y fragosa y no para caballos de ninguna manera. Hallóse todo el pueblo saqueado, de suerte que si los españoles e indios amigos lo hubieran hecho no estuviera peor, porque los indios e indias se huyeron todos y se metieron en la montaña, llevando todo lo que pudieron. Lo demás de maíz y comida que estaba en los buhíos y depósitos, donde ellos los suelen guardar, lo quemaron y abrasaron, de suerte que estaba cuando el campo llegó humeando, y la casa del Sol donde estaba su principal ídolo quemada. Porque cuando entraron Gonzalo Pizarro y Villacastín hicieron lo mismo, y la falta de mantenimiento les forzó a volverse y dejarles la tierra en su poder, entendieron asimismo que al presente los españoles, no hallando comidas ni con qué sustentarse, se tornarían a salir de la tierra, y no se quedarían en ella ni la poblarían, y con este intento se huyeron los indios, pegando fuego a todo lo que no pudieron llevar.
El campo descansó allí un día holgándose los soldados en aquel pueblo de Vilcabamba. Otro día, que fue el segundo de la llegada, el General Arbieto mandó llamar a Gabriel de Loarte y Pedro de Orúe, inga de Orúe, y al capitán Juan Balsa, tío de los Yngas Tupa Amaro y Quispi Tito, y a Pedro Bustinza, también su tío, hijos de las dos Coyas, doña Juana Marca Chimpo y doña Beatriz Quispi Quepi, hijas de Huaina Capac, y con ellos otros sus amigos y camaradas que eran los sobresalientes, y les mandó que saliesen por el cerro llamado de Ututo, que es una montaña brava, tras el Ynga Quespi Tito, porque había llegado nueva al general que se iba huyendo con alguna gente hacia los Pilcozones, que es una provincia detrás de los Andes, hacia el río Marañón. Los dichos se partieron luego con mucha diligencia tras de Quespi Tito Yupanqui, y fueron caminando por el cerro dicho, con increíble trabajo, sin agua ni comida que hallasen, más que la que habían sacado de Vilca Bamba, y al cabo de seis días el capitán Joan Balsa, que era de vanguardia (y Pedro de Orúe el segundo y Gabriel de Loarte de retaguardia), dio donde estaba Quespi Tito Yupanqui con su mujer en días de parir, y con él once indios e indias que le servían, que las demás gente se había esparcido. Habiéndole cogido dieron la vuelta a Vilcabamba, y lo que en seis días subiendo habían caminado lo volvieron a bajar en dos. Hallaron en aquella montaña mucha suma de víboras de cascabel, que dicen, y plugo a la Majestad divina que no peligró persona ninguna con ellas, porque son dañosísimas. El cansancio y trabajo que en el camino, con la necesidad, pasaron se les convirtió en flores y contento, mediante la buena presa que hicieron. Así llegaron con él al pueblo de Vilcabamba y se lo entregaron al general en la misma casa del Ynga. Allí les despojaron de todo su bagaje y vestidos, de tal suerte, que en la prisión no les dejaron ropa que poderse mudar, a él ni a su mujer, ni bajilla ninguna de la que tenían, donde padecieron hasta necesidad de hambre y frío, aunque es tierra caliente. Es tal el temple de la tierra que en los bordes de los buhíos y en las traseras las abejas crían panales de miel como los de España, y el maíz se coge tres veces al año, ayudadas las sementeras de la buena disposición de la tierra y de las aguas con que lo riegan a sus tiempo. Se dan ajiales en grandísima abundancia, coca y cañas dulces para hacer miel y azúcar y yucas, camotes y algodón.
Tiene el pueblo, o por mejor decir tenía, de sitio media legua de ancho a la traza del Cuzco y grandísimo trecho de largo, y en él se crían papagayos, gallinas, patos, conejos de la tierra, pavos, faisanes, grasnaderas, pavoncillos, guacamayas y otros mil géneros de pájaros de diversos colores pintados, y muy hermosos a la vista, las casas y buhíos cubiertos de buena paja. Hay gran número de guayabas, pacaes, maní, lucmas, papayas, piñas, paitas y otros diversos árboles frutales y silvestres. Tenía la casa el Ynga con altos y bajos cubierta de tejas y todo el palacio pintado con grande diferencia de pinturas a su usanza que era cosa muy de ver. Tenía una plaza capaz de número de gente, donde ellos se regocijaban, y aun corrían caballos. Las puertas de la casa eran de muy oloroso cedro, que lo hay en aquella tierra en suma, y los zaquizamíes de lo mismo, de suerte que casi no echaban menos los Yngas en aquella tierra apartada, o por mejor decir desterradero, los regalos, grandeza y suntuosidad del Cuzco, porque allí todo cuanto podían haber de fuera les traían los indios para sus contentos y placeres y ellos estaban allí con gusto.
En el tiempo que el general Arbieto envió a los que hemos dicho en busca del Ynga Cusi Tito Yupanqui y lo trajeron, despachó por otra parte al capitán Martín de Meneses, a que buscase con mucho cuidado al Ynga Tupa Amaro. El cual salió y llegaron él, y los que en su compañía iban, seis leguas la tierra dentro, donde dicen Panque y Sapacati, y allí hallaron el ídolo del Sol, de oro, y mucha plata, oro y piedras preciosas de esmeraldas, mucha ropa antigua, que todo, según fama, se avalaría en más de un millón, lo cual todo se consumió entre los españoles e indios amigos, y aun dos sacerdotes que iban en el campo gozaron de sus partes. Aunque hubo opiniones de teólogos y hombres doctos, que semejantes despojos eran injustos y que no se podían llevar, aprovechó poco, que la ley de la codicia desenfrenada prevaleció a la ley natural y divina, y así todo lo llevaron, con muchos cántaros y vasijas de plata y oro, con que los yngas se servían. Parte que habían escapado de la hambre de los españoles y de los Pizarros, en el Cuzco, al principio, y parte que habían encerrado entonces y después sacado, y aun también allí habían labrado piezas a su modo, para restaurar las muchas que habían perdido y les habían quitado los españoles con desorden y poco temor de Dios, como si los ingas e indios no fueran señores de sus haciendas, sino que todo estuviera perdido el dominio y aplicado a quien primero pudiese tomarlo por fuerza, y así lo lograron todos los que lo hubieron, y se apoderaron de ello como en efecto [fue] cosa mal habida.
Por otra parte envió al capitán don Antonio Pereira para que siguiese al Ynga Topa Amaro, e hiciese todo lo posible por haberle a las manos, y a los demás capitanes que con él se habían huido, porque presos estaba concluida la guerra y la tierra pacífica y quieta. Salió don Antonio Pereira y diose tan buena maña que alcanzó y prendió a Colla Topa y Paucar Unía, orejones capitanes ya dichos y con ellos hubo a las manos a Curi Paucar, el traidor, que era el más cruel de todos los capitanes de los Yngas y que más instancia había hecho siempre en sustentar la guerra y que no se diese la paz y obediencia y el que más males había hecho, y la causa principal de la muerte de Atilano de Anaya. Cazó también otros muchos indios enemigos, que estaban escondidos en la montaña de Sapacatín, y se volvió con los prisioneros a Vilcabamba. En el camino, trayendo a un hijo pequeño de Tecuripaucar, a cuestas, una víbora le picó, y fue tanta la fuerza de la ponzoña, que dentro de veinte y cuatro horas murió de la picadura. Así llegaron a Vilcabamba, donde entregó los presos. Este capitán don Antonio Pereira no trajo para sí nada de los despojos que allí hubieron, porque no fue nada codicioso, sino antes sirvió en toda la jornada muy valerosamente, como hijo del capitán Lope Martín, que en las tirarnías de Gonzalo Pizarro se señaló siempre en servicio de Su Majestad. Habiendo ido a España en compañía del Presidente Pedro de la Gasca, volvió a este Reino, y en el alzamiento y revolución de Francisco Hernández Girón, habiendo seguido en diversas ocasiones el estandarte Real, y mostrándose en todas, en el rencuentro de las Hoyas de Villacurin, seis leguas de Yca, fue preso por Francisco Hernández, y luego le mandó cortar la cabeza, y así acabó en servicio de su Rey, como bueno y leal, cuyo cuerpo fue después llevado a la Ciudad de los Reyes, y enterrado en la iglesia mayor de ella, donde en la capilla mayor se puso su bandera. Allí estuvo muchos años, hasta que el tiempo la consumió.